miércoles, mayo 16, 2007

CLASE 54 - Antonio Gil


La escueta nomenclatura militar los llama simplemente así: Clase 54. Se refiere esta enigmática etiqueta al hecho de que 1954 es el año de nacimiento de aquellos chilenos que, inscritos en los cantones de reclutamiento, debieron hacer su servicio militar en el 73. Lo sé muy bien, porque ese es justamente mi año de nacimiento y, por tanto, 1973 el año en que me habría tocado la conscripción, de no mediar un vagaroso y providencial certificado de estudios presentado oportunamente en el Cantón 36. Números y más números. Cifras y años fatídicos que se siguen sumando en el alma de Chile.

Son los Clase 54 esos anónimos pelados que salieron a las calles armados hasta los dientes, con bala de guerra pasada, sin oír la radio, leer los diarios ni recibir información alguna, más que las órdenes perentorias y destempladas de sus superiores jerárquicos. Suboficiales y tenientes, militares adultos, profesionales, que los arreaban por los bordes de lo reconocible, obligándolos a avanzar, a tirar a matar o a morir bajo el fuego de los francotiradores que defendían al Gobierno de Allende. Son los “congrios” que patrullaban, aterrados y mal comidos (cuando no drogados con dextroanfetamina, el mismo enervante que se da a los perros de pelea y que se les administraba revuelto con el rancho). Los mismos cabros que en los cordones industriales, en los aserraderos, en los campamentos, en las minas, esperaban enfrentarse con ese liquescente fantasma del comunismo y la subversión antipatriótica del que predicaban con tanto fervor sus mandos.
Vienen desde entonces marcados en la frente por el signo de Caín esos niños hoy envejecidos por los años y los malos recuerdos. Soldados conscriptos que, por las disposiciones legales de excepción, debieron duplicar obligatoriamente su período de conscripción primitiva hasta por cuatro años, convirtiéndose en virtuales esclavos del Ejército, sujetos incluso a pena de muerte en caso de ausentarse de sus unidades.
Hoy se los puede ver casi a diario en los noticiarios de UCV Televisión (el único medio que los apoya sistemáticamente), temblorosos y deteriorados, duramente golpeados por la vida, devastados, muchos de ellos alcoholizados, y agrupados en una organización que dirige Jerman (con jota) Lever, un veterano de esos años de plomo. Piden una indemnización. Una reparación por los años de servicio adicionales y sin imposiciones que les tocó en suerte. Creemos que como compatriotas, víctimas de la fiebre fratricida que vivimos, merecen más que eso. Se hace indispensable que todos los chilenos ayudemos a esos hombres, que bien pudimos ser nosotros, a limpiar de su frente la equis del asesino. Son por completo inocentes, aunque tengan manchadas las manos y el alma con pedazos vivos, aún palpitantes, de nuestra historia. Son los únicos que legítimamente pueden argumentar que recibieron órdenes y que debieron acatarlas sin deliberación posible.
Son las otras genuinas víctimas de un huracán de sangre que todos, de una o de otra forma, ayudamos a promover. La urgente reconciliación del país nos obliga a prestar atención a las voces de esos hombres desolados.
Naturalmente todo se resolverá con plata. A la manera norteamericana, que tanto parece acomodarnos. La Presidenta los recibirá en su despacho, los animará a seguir adelante, a olvidar las penurias del pasado. Se les aprobará una pensión ridícula y aquí no ha pasado nada. Pero no es suficiente. Si no somos capaces de entender el drama profundo, difícilmente seremos capaces de comprender nada de lo que nos ha ocurrido. Esos pelados, casi todos ellos, mataron, es cierto, pero muchos de ellos también consolaron y apoyaron a los prisioneros. Llevaron agua y pan a los cautivos. Trajeron palabras de aliento a los presos y recados de sus mujeres, de sus padres, de sus hijos. De eso son testigos muchos detenidos de esos años en campos de concentración y cárceles de todo Chile. La imagen de esos chiquillos temblorosos, con sus cascos y sus brazaletes con tortugas o caimanes, vive en la retina, en los recuerdos de la patria, para bien y para mal. Son la tristemente célebre Clase 54.
El año de generación del escriba que garrapatea estas líneas. Hoy unos viejos vacilantes, los que han sobrevivido al suicido o la cirrosis, a la esquizofrenia, a la depresión y a la vergüenza, claman por unos pesos. Lo que buscan, en el fondo del corazón, imaginamos, es un perdón que otros, más cultos, más ricos, infinitamente más poderosos, no han sabido o no han querido pedir.
13 de mayo de 2007 - La Nación Domingo